En la tradición judío-cristiana, recogida también por el Islam, encontramos una novedad respecto a las concepciones de las tradiciones orientales que consiste en la concepción, absolutamente monoteísta y trascendente, de un solo Dios, que se revela en la historia y que es el creador del cielo y la tierra, es decir, de todo lo que existe. El pueblo judío elabora esta concepción de Dios y del mundo en sus escritos contenidos en los diversos libros de la Biblia. Estos escritos, aceptados en la Biblia cristiana, son la base de una elaboración posterior de acuerdo con la fe cristiana. Ellos sirven, también, de base a la concepción de Dios, creador del Islam. La importancia de esta tradición es grande, ya que la ciencia moderna nace en el contexto cristiano de occidente y en ella influyó su concepción del mundo como distinto de Dios y creado por él.
La propuesta de la nueva cosmología fue obra de Nicolás Copérnico y su defensa por Galileo Galilei va dar origen a uno de los conflictos más famosos entre ciencia y religión. El problema se centró en la confrontación entre la interpretación literal de los textos de la Biblia, que presentaban la Tierra inmóvil y el Sol moviéndose, y la nueva propuesta cosmológica de la Tierra girando alrededor del Sol. Este problema va a llevar a la condena por la Iglesia del sistema copernicano y más tarde de la de Galileo por defenderlo públicamente en su libro.
Mucho se ha escrito sobre esta condena, lo que no cabe duda es que se había cometido un gran error y una gran injusticia. En realidad, la que salió más perjudicada fue la Iglesia misma, que ha tenido que cargar desde entonces con el peso de una decisión equivocada que ha marcado negativamente su relación con la ciencia.
Aunque la prudencia podría aconsejar entonces cierta precaución respecto a la aceptación del nuevo sistema cosmológico, no puede justificarse que se aferrasen a la interpretación literal de la Escritura y condenarlo como opuesto a la fe cristiana y, menos todavía, obligar a Galileo a su abjuración. Las autoridades eclesiásticas no supieron desligarse de las cuestiones astronómicas, en las que no debieron haber entrado, y arrastrados por una interpretación literal de la Biblia llegaron a considerar como doctrina herética, o al menos sospechosa de herejía, al heliocentrismo.
En el occidente cristiano, el relato del Génesis sobre la creación, que se aceptaba literalmente, implicaba que las especies de animales y plantas habían sido creadas cada una independientemente en el transcurso de seis días. Los comentarios a estos textos no harán más que recalcar esta idea de la creación directa de Dios de cada una de las especies de plantas y animales, y en especial de la creación del hombre a su imagen y semejanza, dando al universo una duración de unos 6.000 años.
Esta visión va entrar en colisión con los desarrollos de la geología y la propuesta de Charles Darwin de la teoría de la evolución, en la que se propone el mecanismo de la selección natural para explicar el origen de las especies, incluido el hombre, desde unos primeros seres vivos.
Aunque al principio hubo, desde el punto de vista puramente científico, cierta oposición, la teoría de la evolución se fue imponiendo, de forma que en veinte años el acuerdo entre la comunidad científica era ya casi unánime. Está claro que las ideas de Darwin sobre la evolución chocaban con muchos aspectos de las doctrina tradicional cristiana, entre ellos la naturaleza de la acción de Dios en el mundo, la finalidad de la creación, la historicidad del relato de la creación interpretado literalmente y la historia de la creación del hombre a imagen de Dios.
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