Sabía que la primera de las opciones me convertía en el yerno ideal para cualquier madre del tardofranquismo. La segunda me condenaba a las gafas de pasta. Teniendo que elegir me sentí solo, salió a mi encuentro mi profesor de Filosofía.
Era un tipo joven, divertido, que no sólo enseñaba, hacía disfrutar del aprendizaje. Cinéfilo, él nos mostraba cada tema, cada autor, con una película de prestigio. Él no lo sabe, pero dejó en mí más huella que el tiempo. El caso es que me reuní con él y me abrió los horizontes, me planteó preguntas abiertas, buscó mi felicidad futura, vio los pasos necesarios para conseguirlo. No me dijo qué hacer, lo encontré yo.
Tomé el camino de mejor relación con la potencial suegra y cada cierto tiempo iba a ver a mi profe de Filosofía. Se le iba cayendo el pelo, pero no la preocupación por mí. El apocalíptico informe PISA demuestra que el tránsito del colegio a la universidad puede ser el salto más complicado, afortunadamente yo lo di a pasos. Y con una barandilla.
En la carrera descubrí el café. Y las noches más largas que los días. Mi madre ya no iba a ver a los profesores. No porque ella no quisiera, sino porque tuve que prohibírselo. Y así, entre septiembres y cursos factoriales, llegó el último año, llegó el Proyecto Fin de Carrera.
La novedad no es que fuera un proyecto, sino que era algo real, que se iba a hacer algo que iba a servir para algo. Tan simple como eso. Y todavía más, para que esa realidad fuera tangible, se iba a hacer para una empresa. Así aparecían dos figuras nuevas: mi jefe de proyecto en la empresa y mi jefe de proyecto en la Escuela. Había pasado de no tener ningún jefe a tener dos. Pero lo mejor es que el segundo también se ocupó de realizar un seguimiento cuando la Bolsa de Trabajo de la Universidad me consiguió una beca para trabajar en otra empresa.
Volví a tener barandilla. Alguien que se ocupaba de ver cómo estaba, qué resultados daba y qué tenía que aprender para dejar de ser un teórico y hacer algo que sirviera para algo. Yo no lo sabía, pero era la última vez que iba a tener barandilla.
Porque al acabar la beca, me vi dando un salto. Sin red. Tenía que subir escalones y nadie me decía cómo, no tenía un solo sitio donde poner el pie. Sí, hubo mucha gente que me recomendó tácticas para buscar trabajo, algunos me enseñaron su curriculum como si fuera un modelo en el que fijarse. Hice uno y sin saber si valía, lo mandé a todas partes. Me vi aplicando a puestos tan parecidos como Director de Marketing, Ingeniero de Producción o Comercial de Productos Caninos; me vi respondiendo a preguntas sobre mi mayor defecto o cómo me veía en diez años; me vi diciendo a mi entorno de conocidos que no sabía muy bien qué trabajo buscaba; me vi negociando cifras sin saber un solo rango salarial.
Porque no tenía ni idea de qué debía elegir, qué había que hacer, qué responder, qué comunicar, qué debería aceptar. Intuición y nada más. Sabía que algo bueno debía haber para buscar bien trabajo, pero nadie sabía decirme qué.
El caso es que la suerte me dejó en un puesto que ya no iba a abandonar después, el de Consultor. La decisión que luego se reveló más importante en mi vida no había sido tomada conscientemente. Ni siquiera de forma inconsciente, llegué ahí por puro y mero azar. Sin la menor racionalización, sin la menor convicción.
Una vez dado el salto, tampoco me encontré con ninguna barandilla. Estuve en esa empresa seis años, lo suficiente para ser feliz, lo suficiente para saber que quería hacer eso toda mi vida, lo suficiente para saber que buscaba una nueva empresa.
Ahí sí tuve barandilla. Cambié de empresa, pero no de jefe. Todo fue mucho más fácil. Tenía apoyo y tenía convicción. Comencé a dar resultados desde el primer día.